Palabras Sueltas Hector Abad Faciolince Pdf 96 !!HOT!!
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Hernán Cáceres tenía cinco o seis años cuando vio por primera vez una función de circo. Era el mismo circo en el cuál sus padres trabajaban desde que él nació, y los padres de sus padres también, pero él todavía no comprendía eso. No comprendía tampoco cómo el hombre vestido de blanco, de pie sobre una pequeña tarima ubicada en un lugar muy alto, podía lanzarse con determinación al vacío y en medio de la nada aferrarse a un pequeño hilo que lo hacía girar mágicamente por los aires, que lo llevaba de un lado a otro, a su antojo, y terminar en el extremo opuesto, a salvo y arrancando de la gente aplausos y ovaciones. Eso se quedó grabado fuertemente en su subconsciente. Al provenir de toda una familia de trapecistas, a Hernán le habían enseñado, entre juegos y bromas, el oficio. Desde ese momento y mientras fue creciendo había nacido en él la obsesión por volar todas las noches dentro de una carpa de lona gruesa, ante la vista de varias personas de rostros cambiantes. No se imaginaba aún que la peor obsesión que tendría habría de ser la que años después tuviera, cuando se enamoró de un espejismo.El circo en el que nació era, en la actualidad, en apariencia modesto y antiguo. Aún así guardaba resabios de una gloria pasada que quizás ya no volvería y conservaba intactos aún sus viejos hábitos. Hacían su publicidad con payasos en zancos, con los mismos carteles marrones y mohosos que colgaban en cualquier lado. No necesitaban de las artimañas que usaban los demás circenses, los que hacen un gran estruendo con parlantes y altavoces cada vez que llegan a un pueblo o ciudad nueva y tienen la nefasta costumbre de pasear a los tigres por las calles. Los artistas y ayudantes que componían la totalidad de la numerosa familia eran extranjeros. Rondaba ya por los cincuenta años y por primera vez iba a contarle a alguien lo que le venía sucediendo desde la muerte de su hijo. Al igual que él, su hijo era trapecista, pero no corrían con la misma suerte. En un ensayo antes de una presentación de rutina, uno de los cables gruesos de acero que sostenía las vigas en donde se colocaban los trapecistas cedió y el único trapecista que se encontraba arriba, sin ningún tipo de medida de seguridad, murió. Habían pasado un par de años desde ese evento, pero se le oía en la voz lo poco que le resultaba aún ese tiempo para enterrar de una vez por todas su recuerdo. Yo me iba a convertir en un espectador de lo que parecía ser un pequeño fragmento de su vida, durante el transcurso de la semana en la que estaría en la ciudad, antes de que todos tuviéramos la oportunidad de ver la presentación inicial que tenían programada. Descubrí en ese corto pedazo de tiempo, por mis medios, algunos otros cuantos detalles de su vida y me quedan ahora cortas las palabras para contar la vida de alguien que decidió volverse inmortal, un domingo por la mañana. 2b1af7f3a8